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Arquitectura para los muertos

Por: Editorial

Desde sus orígenes, la arquitectura, como una necesidad biológica de refugio, ha formado parte de la esencia del ser humano, no solo por la seguridad y la comodidad para la vida, sino también para la muerte.
Desde sus orígenes, la arquitectura, como una necesidad biológica de refugio, ha formado parte de la esencia del ser humano, no solo por la seguridad y la comodidad para la vida, sino también para la muerte.
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De esta manera, se puede observar que la gran mayoría de los monumentos de la antigüedad son de carácter funerario. No existe cultura que se separe de sus muertos sin ceremonias o sin pequeños altares, incluso mausoleos, con frecuencia más suntuosas que las casas de los vivos.

Sin embargo, las sociedades modernas, consumistas y desacralizadas, han perdido la estrecha relación que la arquitectura siempre ha mantenido con la muerte.

Como resultado de la distanciación cultural del hombre con la muerte, esta última se ha convertido en un tabú social, reducido a un simple proceso fisiológico frente al que se combate contra reloj. Lo que se traduce en cierto rechazo y menosprecio ante los espacios funerarios, llegando incluso a satanizarlos.

Los orígenes de los cementerios, tal y como los conocemos, son relativamente recientes. Desde el siglo V, aproximadamente, hasta finales del siglo XVIII, las iglesias fueron los únicos espacios destinados para los muertos, donde eran enterrados en fosas comunes de forma anónima, a excepción de los personajes ilustres.

Con el advenimiento del siglo XVIII, el pensamiento romántico, los Ilustrados y los avances en las ciencias, comenzaron a denunciar la situación insalubre de las iglesias y realizaron lo que muchos denominaron “el exilio de los muertos”. Se crearon cementerios extramuros, que en muchos casos se encontraban muy alejados de las parroquias.

En este siglo, inició la búsqueda de una nueva tipología para los cementerios. Los sepulcros comienzan a tener identidad y privacidad como espacios de memoria y conmemoración.

Inclusive, en estos nuevos lugares, continuaron existiendo las distinciones sociales. La burguesía se adjudicó el protagonismo, antes exclusivo de aristócratas y el clero, construyendo sepulcros con evidente histrionismo arquitectónicos y eclecticismos.

Sin embargo, el siglo XX, acompañado de dos guerras mundiales, trajo consigo profundas transformaciones. Por un lado, la muerte paso a ser evitada, los rituales se despojaron de su carga emotiva, se buscó la discreción y el duelo silencioso.

Por un lado, la expansión demográfica y el crecimiento urbano plantearon nuevos problemas relacionados la inhumación de los muertos. En los países protestantes, donde existía el cementerio jardín, surge, el “cementerio paisaje”, caracterizado por grandes espacios despejados y una acusada ausencia de símbolos.

Por otro lado, en la Europa católica, aparece el problema inverso. Los cementerios se “convierten en maquetas a escala de la ciudad de los vivos” reproduciendo los problemas de ésta: conservación, especulación y saturación, lo que condujo al crecimiento en vertical, con la consiguiente proliferación de los nichos. La característica común fue un descenso considerable del valor arquitectónico, a favor de la producción seriada.

Así, es necesario planear, una vez más, la actitud ante la muerte que trajo consigo el siglo XX, convirtiéndose, como ya se ha mencionado, en un tabú social. En estos entornos, la incineración se convirtió en un nuevo símbolo mortuorio, iniciando “la muerte de la muerte”.

Este cambio puede suponer la desaparición de las tumbas y los cementerios como los conocemos, dando lugar a nuevos espacios funerarios, como las urnas de cremación, que mostraran las nuevas actitudes que las sociedades de inicios del siglo XXI han adoptado ante la muerte.

Por lo tanto, como arquitectos, debemos de intervenir tiempo en investigar sobre los diferentes lenguajes verbales y no verbales practicado en la actualidad para alzar nuestra voz en defensa y protección de las formas de expresión mortuorias existentes, como los mausoleos familiares.

En consecuencia, es necesario defender y promover medidas para la preservación de estos espacios creadores de identidad y de memoria colectiva.

De esta manera, se puede observar que la gran mayoría de los monumentos de la antigüedad son de carácter funerario. No existe cultura que se separe de sus muertos sin ceremonias o sin pequeños altares, incluso mausoleos, con frecuencia más suntuosas que las casas de los vivos.

Sin embargo, las sociedades modernas, consumistas y desacralizadas, han perdido la estrecha relación que la arquitectura siempre ha mantenido con la muerte.

Como resultado de la distanciación cultural del hombre con la muerte, esta última se ha convertido en un tabú social, reducido a un simple proceso fisiológico frente al que se combate contra reloj. Lo que se traduce en cierto rechazo y menosprecio ante los espacios funerarios, llegando incluso a satanizarlos.

Los orígenes de los cementerios, tal y como los conocemos, son relativamente recientes. Desde el siglo V, aproximadamente, hasta finales del siglo XVIII, las iglesias fueron los únicos espacios destinados para los muertos, donde eran enterrados en fosas comunes de forma anónima, a excepción de los personajes ilustres.

Con el advenimiento del siglo XVIII, el pensamiento romántico, los Ilustrados y los avances en las ciencias, comenzaron a denunciar la situación insalubre de las iglesias y realizaron lo que muchos denominaron “el exilio de los muertos”. Se crearon cementerios extramuros, que en muchos casos se encontraban muy alejados de las parroquias.

En este siglo, inició la búsqueda de una nueva tipología para los cementerios. Los sepulcros comienzan a tener identidad y privacidad como espacios de memoria y conmemoración.

Inclusive, en estos nuevos lugares, continuaron existiendo las distinciones sociales. La burguesía se adjudicó el protagonismo, antes exclusivo de aristócratas y el clero, construyendo sepulcros con evidente histrionismo arquitectónicos y eclecticismos.

Sin embargo, el siglo XX, acompañado de dos guerras mundiales, trajo consigo profundas transformaciones. Por un lado, la muerte paso a ser evitada, los rituales se despojaron de su carga emotiva, se buscó la discreción y el duelo silencioso.

Por un lado, la expansión demográfica y el crecimiento urbano plantearon nuevos problemas relacionados la inhumación de los muertos. En los países protestantes, donde existía el cementerio jardín, surge, el “cementerio paisaje”, caracterizado por grandes espacios despejados y una acusada ausencia de símbolos.

Por otro lado, en la Europa católica, aparece el problema inverso. Los cementerios se “convierten en maquetas a escala de la ciudad de los vivos” reproduciendo los problemas de ésta: conservación, especulación y saturación, lo que condujo al crecimiento en vertical, con la consiguiente proliferación de los nichos. La característica común fue un descenso considerable del valor arquitectónico, a favor de la producción seriada.

Así, es necesario planear, una vez más, la actitud ante la muerte que trajo consigo el siglo XX, convirtiéndose, como ya se ha mencionado, en un tabú social. En estos entornos, la incineración se convirtió en un nuevo símbolo mortuorio, iniciando “la muerte de la muerte”.

Este cambio puede suponer la desaparición de las tumbas y los cementerios como los conocemos, dando lugar a nuevos espacios funerarios, como las urnas de cremación, que mostraran las nuevas actitudes que las sociedades de inicios del siglo XXI han adoptado ante la muerte.

Por lo tanto, como arquitectos, debemos de intervenir tiempo en investigar sobre los diferentes lenguajes verbales y no verbales practicado en la actualidad para alzar nuestra voz en defensa y protección de las formas de expresión mortuorias existentes, como los mausoleos familiares.

En consecuencia, es necesario defender y promover medidas para la preservación de estos espacios creadores de identidad y de memoria colectiva.

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