México 2024: realidad y promesa. Tercera Parte
Por: Lic. J. Eduardo Tapia Zuckermann
A casi doscientos diez años de existencia formal y separada de la metrópoli 1 y a ciento diez años de una complicada revolución social el espinoso proceso de conformación y asimilación de la identidad mexicana se torna ya no sólo en una empresa individual sino que exige la participación de la colectividad. Se es mexicano, más allá de la ubicación del parto, por compartir líneas consanguíneas con otros mexicanos o porque voluntariamente, léase jurídicamente, se obtenga la nacionalidad mexicana.
Este proceso requiere el esfuerzo consciente y constante de toda persona que ha nacido o busque el cobijo de la patria o matria 2 para conocer y apropiarse de los valores culturales existentes antes del nacimiento de todo mexicano, accidental o voluntario y aquí reside el acierto del concepto de identidad nacional: su mutabilidad.
Todos podemos imprimir nuevos sesgos a la identidad nacional en la medida en que nos sintamos parte de la comunidad en la que nos desenvolvemos. La nación, por tanto, se levanta como un auténtico conglomerado de identidades individuales superpuestas sobre la base de una gran colectividad que obedece al principio incluyente de la mexicanidad.
El tiempo, por lo menos en México -fuera de un par de décadas perdidas- no ha pasado en vano. Nos hemos convertido en una cultura digna de imitarse y de exportarse aunque contradictoria, contrastante y hasta temible. En una evaluación final, México es lo que los mexicanos somos y lo que anida en nuestras actuaciones internas y en nuestras proyecciones, ahora más que nunca, en el escenario mundial. Sólo así es como lograremos preservar la riqueza de nuestro pasado al reiterar y recrear el carácter del espíritu mexicano en estos tiempos de homogeneidad peligrosa.
Gracias a que la vida en sociedad no permanece estática sino que se encuentra sujeta a un continuo proceso de cambio se puede establecer, a la luz de la experiencia mexicana, una identidad que perdure, por lo menos, otros doscientos años con exponentes mexicanos que sean más conocidos por su fortaleza, sus cualidades comunitarias, solidarias, de integridad y honorabilidad que por su vocación consuetudinariamente revolucionaria o, peor aun, individualista y su debilidad de carácter.
En suma, México cuenta con una identidad propia que a la vez se pulveriza y disemina en identidades colectivas regionales que le proporcionan una naturaleza disímbola pero integradora. Sin llegar a los extremos autonómicos y lingüísticos de nuestros anteriores amos ibéricos pienso que el país se encuentra lo suficientemente maduro como para seguir enarbolando la bandera federal, aquella producto de dos constituciones modeladas bajo el ejemplo estadounidense y otra, la vigente y centenaria, primera de corte social en el mundo entero y producto de una revolución institucionalizada, léase medianamente tergiversada pero siempre latente.
Este proceso debe seguir la ruta precisa que permite el ejercicio sano y pleno de las libertades públicas que se consagran principalmente en la parte dogmática de la Carta Magna.3 Dicha práctica siempre será local en su ámbito de aplicación, aunque quizás en su clasificación jurisdiccional, añeja ficción jurídica, rebase el ámbito local para colocarse en un plano regional o nacional. Lo que importa es que México siga viviendo su identidad a través del estado de derecho que se ha dado a sí mismo y no trate de ejercer su identidad en planos netamente filosóficos o idealistas.4
De vuelta en el terreno fértil de la discusión 5 debemos precisar, después de exponer en tres secciones ligeramente estructuradas, que nuestro anhelo es vertebrar la identidad nacional como una realidad mexicana promisoria. Una que conlleve una patria más justa y reconciliada consigo misma. Una de un país más identificado, pleno y mas centrado en sus responsabilidades subsidiaras y solidarias para con sus integrantes.6
Aplaudimos que la identidad nacional no se agota en el artículo segundo constitucional ni tampoco su concepto rebasa la posibilidad de enmarcarla en forma manejable y digerible.
A casi doscientos diez años de existencia formal y separada de la metrópoli 1 y a ciento diez años de una complicada revolución social el espinoso proceso de conformación y asimilación de la identidad mexicana se torna ya no sólo en una empresa individual sino que exige la participación de la colectividad. Se es mexicano, más allá de la ubicación del parto, por compartir líneas consanguíneas con otros mexicanos o porque voluntariamente, léase jurídicamente, se obtenga la nacionalidad mexicana.
Este proceso requiere el esfuerzo consciente y constante de toda persona que ha nacido o busque el cobijo de la patria o matria 2 para conocer y apropiarse de los valores culturales existentes antes del nacimiento de todo mexicano, accidental o voluntario y aquí reside el acierto del concepto de identidad nacional: su mutabilidad.
Todos podemos imprimir nuevos sesgos a la identidad nacional en la medida en que nos sintamos parte de la comunidad en la que nos desenvolvemos. La nación, por tanto, se levanta como un auténtico conglomerado de identidades individuales superpuestas sobre la base de una gran colectividad que obedece al principio incluyente de la mexicanidad.
El tiempo, por lo menos en México -fuera de un par de décadas perdidas- no ha pasado en vano. Nos hemos convertido en una cultura digna de imitarse y de exportarse aunque contradictoria, contrastante y hasta temible. En una evaluación final, México es lo que los mexicanos somos y lo que anida en nuestras actuaciones internas y en nuestras proyecciones, ahora más que nunca, en el escenario mundial. Sólo así es como lograremos preservar la riqueza de nuestro pasado al reiterar y recrear el carácter del espíritu mexicano en estos tiempos de homogeneidad peligrosa.
Gracias a que la vida en sociedad no permanece estática sino que se encuentra sujeta a un continuo proceso de cambio se puede establecer, a la luz de la experiencia mexicana, una identidad que perdure, por lo menos, otros doscientos años con exponentes mexicanos que sean más conocidos por su fortaleza, sus cualidades comunitarias, solidarias, de integridad y honorabilidad que por su vocación consuetudinariamente revolucionaria o, peor aun, individualista y su debilidad de carácter.
En suma, México cuenta con una identidad propia que a la vez se pulveriza y disemina en identidades colectivas regionales que le proporcionan una naturaleza disímbola pero integradora. Sin llegar a los extremos autonómicos y lingüísticos de nuestros anteriores amos ibéricos pienso que el país se encuentra lo suficientemente maduro como para seguir enarbolando la bandera federal, aquella producto de dos constituciones modeladas bajo el ejemplo estadounidense y otra, la vigente y centenaria, primera de corte social en el mundo entero y producto de una revolución institucionalizada, léase medianamente tergiversada pero siempre latente.
Este proceso debe seguir la ruta precisa que permite el ejercicio sano y pleno de las libertades públicas que se consagran principalmente en la parte dogmática de la Carta Magna.3 Dicha práctica siempre será local en su ámbito de aplicación, aunque quizás en su clasificación jurisdiccional, añeja ficción jurídica, rebase el ámbito local para colocarse en un plano regional o nacional. Lo que importa es que México siga viviendo su identidad a través del estado de derecho que se ha dado a sí mismo y no trate de ejercer su identidad en planos netamente filosóficos o idealistas.4
De vuelta en el terreno fértil de la discusión 5 debemos precisar, después de exponer en tres secciones ligeramente estructuradas, que nuestro anhelo es vertebrar la identidad nacional como una realidad mexicana promisoria. Una que conlleve una patria más justa y reconciliada consigo misma. Una de un país más identificado, pleno y mas centrado en sus responsabilidades subsidiaras y solidarias para con sus integrantes.6
Aplaudimos que la identidad nacional no se agota en el artículo segundo constitucional ni tampoco su concepto rebasa la posibilidad de enmarcarla en forma manejable y digerible.
Podemos enunciar que a partir del suceso más importante en la historia interna de México, el concepto de identidad nacional masiva migró de las aldeas y pueblos hacia áreas citadinas. Curiosamente, la revolución que surgió bajo el reclamo del reparto agrario, entre otros males porfiristas, germinó en un gran éxodo urbano que prosiguió su carrera con la incipiente industrialización de las décadas posteriores. Sin atrevernos a decir que los campesinos automáticamente engrosaron las filas aburguesadas, primero afrancesadas y luego agringadas, de la clase media posrevolucionaria, por lo menos nutrieron el ideal de que el éxito en México se lograba mayormente en las ciudades. ¿Será cierta todavía esta premisa?
La colectividad, al igual que nuestro desempeño olímpico o mundial en disciplinas en equipo, salvo la honrosa excepción de la selección de fútbol en los juegos olímpicos de Londres en 2012, es un concepto algo ajeno a nuestra psique y harto difícil de explicar y asimilar. No obstante que la vida en las ciudades, colectividades por antonomasia, exige vida comunitaria y la práctica de principios solidarios la realidad del mexicano transita mayormente en su individualidad. Sobra decir que nuestros triunfos individuales no son reclamos puesto que la identidad nacional que hoy heredamos estará siempre sujeta a mutaciones, esperemos, positivas.
El país ha gozado de casi cien años ininterrumpidos de paz, cada vez más amenazada por la inseguridad regional, con profundidades diferentes y de estabilidad social con compromisos distintos. Los diez años que duró el proceso revolucionario, auténtico fuego purificador, marcaron un rompimiento frente al pasado y, aunque no logró resolver todos los rezagos históricos, si cimbró la conciencia nacional de manera tal que el México que surgió de la sangre y pólvora revolucionaria fue uno reconciliado consigo mismo.
El péndulo de paz y estabilidad, en ocasiones cargado a la derecha y otras hacia la izquierda del universo político, ha dado muestras recientes de regresar, esperemos, hacia el centro.
La identidad nacional, por supuesto, rebasa el quehacer político y las figuras públicas del momento – a Dios gracias- porque ella anida en cada uno de los que integramos el estado mexicano. Nuevamente la colectividad se impone a las definiciones académicas pero éstas sirven para explicar a aquella.
Todo intento serio por tratar el tema de la identidad nacional pasará, entonces, por un entendimiento sobre los valores que identifican a la colectividad, en este caso mexicano, diferentes de aquellos comunes a otros pueblos. Aun y cuando el idioma español es común a la gran mayoría de los países de Latinoamérica que igualmente conmemoraron recientemente dos siglos de separación formal de España, no podemos extrapolar la experiencia mexicana y exigir que todas las naciones al sur del río bravo reconozcan como figuras indirectas de su independencia a los mismos próceres que los nuestros7 ni conmemorar nuestros triunfos ni fracasos simplemente por tener en común la conquista española.
De igual forma en que el territorio enmarca el poder jurisdiccional de un estado y su influencia legislativa, son sus habitantes los que imprimen vida a la integración societaria y dan propósito a la legislación aprobada.
Ser mexicano en el mundo interdependiente requiere de valentía y convicción, pero más de amor y, sobre todo, conocimiento; por ello, mis hijos serán mexicanos y estarán orgullosos de ello.
Por nuestra cercanía con Dios y alejamiento de la rigurosidad estadounidense; por nuestro rico y glorioso pasado, por nuestro presente feliz y lleno de promesa y, desde luego, por nuestro futuro esperanzador, aunque afortunadamente incierto, es que gritamos: ¡viva la identidad mexicana!
Podemos enunciar que a partir del suceso más importante en la historia interna de México, el concepto de identidad nacional masiva migró de las aldeas y pueblos hacia áreas citadinas. Curiosamente, la revolución que surgió bajo el reclamo del reparto agrario, entre otros males porfiristas, germinó en un gran éxodo urbano que prosiguió su carrera con la incipiente industrialización de las décadas posteriores. Sin atrevernos a decir que los campesinos automáticamente engrosaron las filas aburguesadas, primero afrancesadas y luego agringadas, de la clase media posrevolucionaria, por lo menos nutrieron el ideal de que el éxito en México se lograba mayormente en las ciudades. ¿Será cierta todavía esta premisa?
La colectividad, al igual que nuestro desempeño olímpico o mundial en disciplinas en equipo, salvo la honrosa excepción de la selección de fútbol en los juegos olímpicos de Londres en 2012, es un concepto algo ajeno a nuestra psique y harto difícil de explicar y asimilar. No obstante que la vida en las ciudades, colectividades por antonomasia, exige vida comunitaria y la práctica de principios solidarios la realidad del mexicano transita mayormente en su individualidad. Sobra decir que nuestros triunfos individuales no son reclamos puesto que la identidad nacional que hoy heredamos estará siempre sujeta a mutaciones, esperemos, positivas.
El país ha gozado de casi cien años ininterrumpidos de paz, cada vez más amenazada por la inseguridad regional, con profundidades diferentes y de estabilidad social con compromisos distintos. Los diez años que duró el proceso revolucionario, auténtico fuego purificador, marcaron un rompimiento frente al pasado y, aunque no logró resolver todos los rezagos históricos, si cimbró la conciencia nacional de manera tal que el México que surgió de la sangre y pólvora revolucionaria fue uno reconciliado consigo mismo.
El péndulo de paz y estabilidad, en ocasiones cargado a la derecha y otras hacia la izquierda del universo político, ha dado muestras recientes de regresar, esperemos, hacia el centro.
La identidad nacional, por supuesto, rebasa el quehacer político y las figuras públicas del momento – a Dios gracias- porque ella anida en cada uno de los que integramos el estado mexicano. Nuevamente la colectividad se impone a las definiciones académicas pero éstas sirven para explicar a aquella.
Todo intento serio por tratar el tema de la identidad nacional pasará, entonces, por un entendimiento sobre los valores que identifican a la colectividad, en este caso mexicano, diferentes de aquellos comunes a otros pueblos. Aun y cuando el idioma español es común a la gran mayoría de los países de Latinoamérica que igualmente conmemoraron recientemente dos siglos de separación formal de España, no podemos extrapolar la experiencia mexicana y exigir que todas las naciones al sur del río bravo reconozcan como figuras indirectas de su independencia a los mismos próceres que los nuestros7 ni conmemorar nuestros triunfos ni fracasos simplemente por tener en común la conquista española.
De igual forma en que el territorio enmarca el poder jurisdiccional de un estado y su influencia legislativa, son sus habitantes los que imprimen vida a la integración societaria y dan propósito a la legislación aprobada.
Ser mexicano en el mundo interdependiente requiere de valentía y convicción, pero más de amor y, sobre todo, conocimiento; por ello, mis hijos serán mexicanos y estarán orgullosos de ello.
Por nuestra cercanía con Dios y alejamiento de la rigurosidad estadounidense; por nuestro rico y glorioso pasado, por nuestro presente feliz y lleno de promesa y, desde luego, por nuestro futuro esperanzador, aunque afortunadamente incierto, es que gritamos: ¡viva la identidad mexicana!
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