México 2024: Realidad y Promesa. Segunda Parte
Por: Lic. J. Eduardo Tapia Zuckermann
Si bien el tema en un primer acercamiento se antoja sencillo, la realidad mexicana y la identidad nacional son complejas. Un país, casa o familia dividida no llegará lejos y eso es lo que precisamente nos ha pasado y lo que puede seguirnos pasándose si nos empeñamos en continuar con nuestra concepción egoísta de lo que es y significa la patria, si patria, mexicana. 21 Nuestra identidad nacional servirá sólo en el plano del subconsciente y de los sueños si no logramos conciliar nuestras profundas divisiones.
A manera de ejemplo refiero a continuación algunas anécdotas electorales. Cuando concluye una jornada electoral en nuestro país –sea municipal, estatal o federal- y se cierra el escrutinio de lo votos, en lugar de apoyar al ganador en la contienda electoral, ¿qué hacemos los mexicanos casi de forma automática? Impugnamos invariablemente la elección por tratarse de una elección de estado o porque no nos da la gana reconocer el triunfo opositor –todavía el ex-presidente Calderón espera la felicitación del ahora presidente López Obrador y Salinas la de Cárdenas.
Por años disfruté del poderío tricolor puesto que mis padres, abuelos y bisabuelos gozaron de las canonjías del poder; sin embargo, mi despertar político, allá por los años en que México quería tomar por asalto el concepto de Sauvy 22 y arribar, sin demoras y escalas, al primer mundo, significó reconocer que la fórmula de paz y estabilidad social, por lo menos en aquellos que no formaron parte de la familia porfirista o, posteriormente, revolucionaria, no alcanzaría para que la mayoría de mexicanos gozasen de algún tipo de progreso, sean en el plano económico, político o cultural y sería criminal exigir que el cambio provenga de personas que no conocen otra cosa que el acarreo y los abusos del poder público en su perjuicio.
Por tanto, en las primeras elecciones en que me tocó participar, la federal y presidencial de 1994 no voté por el candidato oficial, producto de un proceso de auscultación dudosamente democrático, sino por el hijo de un ex-presidente que desde la izquierda montaba un segundo de tres intentos por regresar a Los Pinos –hoy convertido en parque cultural- precisamente como inquilino con plenos derechos pues ya lo había sido como un infante revolucionario en 1934. Mi voto constituyó la opción menos reaccionaria aunque confieso que en mi círculo de amistades de la universidad jesuita a la que asistía en aquel entonces solamente una persona supo que la intención de mi voto no fue para un abogado de barbas crecidas y apodo –y genio- corto. Sobra decir que mi voto no triunfó y ya sabemos el resultado de esa votación. La historia política del país pienso que evaluará correctamente al doctor Zedillo como digno representante de la última camada de priistas que triunfaron en su ascenso a la primera magistratura del país. ¿Fui más o menos mexicano que la mayoría que votó por no cambiar las estructuras y patrones dictados por el villano favorito?
En las dos posteriores elecciones presidenciales fui parte de la mayoría ganadora al votar por el candidato triunfador pero en las dos que subsiguientes no. Insisto, ¿la identidad nacional, entendida aquí bajo su acepción personal, fue trastocada por mi elección de candidatos? No lo creo.
Resultó folclórico acudir a reuniones después de sortear el colorido de las tiendas de campaña apostadas, entre julio y septiembre del año 2006, a lo largo de Paseo de la Reforma cuyos moradores se empecinaron –y empecinan ahora desde Palacio Nacional- en gritar ¡fraude electoral!23 ¿Fueron más mexicanos que yo? ¿Asimilaron de mejor manera la identidad nacional –real o imaginaria, criolla o autóctona- que yo que no me instalé meses enteros en el antiguo Paseo de la Emperatriz?
Al final de cuentas, ¿qué sé yo de México y de su identidad? Producto de una transculturación congénita desde que un húngaro berlinés cruzó el océano Atlántico para conocer los vestigios de la grandiosa cultura maya –y de paso casarse con una yucateca, ¡bendito mestizaje!24– y, más recientemente, cuando, después de que sabiamente decidieran que el mundo agringado que les esperaba a sus hijos iba a dificultarles su paso sin que tuvieran un dominio pleno y natural del inglés, emprendimos una migración de cinco años a la región anglosajona de San Antonio, Texas 25. México, como bien dicen, se lleva en la sangre y la parte tapial de mi apelativo me salvó de una auténtica rechifla cuando regresé a México con todo y acento al hablar la lengua original de nuestros padres.
La identidad nacional, en este sentido, es personal y cada individuo debe hacerse una idea sobre lo que significa la mexicanidad.26 Creo que el común denominador es la unidad cultural y lingüística, más allá de los tres tradicionales elementos de cualquier estado.
Población, territorio y gobierno son componentes externos que reflejan una idea más profunda y viva: la nación, en este caso mexicana, es anterior al estado mexicano –actual o pasado- y a su estructura jurídica. Las relaciones interestatales suponen la existencia de sujetos de derechos internacional público, que no siempre son estados, para su correcto funcionamiento; sin embargo, por ejemplo, el hecho de que Belice sea reconocida como tal desde 1981 y ya no como Honduras Británica, no puede decirse que la nación beliceña en sí no existía antes de su emancipación –a medias- del Reino Unido.
De esta manera, al extrapolar la experiencia de nuestros vecinos limítrofes sureños podemos dilucidar cuatro premisas.
La primera, que la identidad nacional, si bien puede pasar por la independencia de otra nación o estado en su esfera interna, no depende de la independencia.
En segundo plano, la identidad nacional la componen factores propios de la sociología, la geografía y la lingüística. Igualmente, la presencia de ciudadanos coterráneos que reconozcan las mismas autoridades auto-impuestas y que hablen el mismo idioma resulta esencial aunque no indispensable.
Como tercera premisa, la identidad debe ser común a un grupo más o menos definido a lo largo y ancho del territorio compartido; es decir, el hecho de que en México haya muchas naciones, reconocidas constitucionalmente en nuestro artículo segundo, no significa que existan muchas identidades nacionales.27
Si bien el tema en un primer acercamiento se antoja sencillo, la realidad mexicana y la identidad nacional son complejas. Un país, casa o familia dividida no llegará lejos y eso es lo que precisamente nos ha pasado y lo que puede seguirnos pasándose si nos empeñamos en continuar con nuestra concepción egoísta de lo que es y significa la patria, si patria, mexicana. 21 Nuestra identidad nacional servirá sólo en el plano del subconsciente y de los sueños si no logramos conciliar nuestras profundas divisiones.
A manera de ejemplo refiero a continuación algunas anécdotas electorales. Cuando concluye una jornada electoral en nuestro país –sea municipal, estatal o federal- y se cierra el escrutinio de lo votos, en lugar de apoyar al ganador en la contienda electoral, ¿qué hacemos los mexicanos casi de forma automática? Impugnamos invariablemente la elección por tratarse de una elección de estado o porque no nos da la gana reconocer el triunfo opositor –todavía el ex-presidente Calderón espera la felicitación del ahora presidente López Obrador y Salinas la de Cárdenas.
Por años disfruté del poderío tricolor puesto que mis padres, abuelos y bisabuelos gozaron de las canonjías del poder; sin embargo, mi despertar político, allá por los años en que México quería tomar por asalto el concepto de Sauvy 22 y arribar, sin demoras y escalas, al primer mundo, significó reconocer que la fórmula de paz y estabilidad social, por lo menos en aquellos que no formaron parte de la familia porfirista o, posteriormente, revolucionaria, no alcanzaría para que la mayoría de mexicanos gozasen de algún tipo de progreso, sean en el plano económico, político o cultural y sería criminal exigir que el cambio provenga de personas que no conocen otra cosa que el acarreo y los abusos del poder público en su perjuicio.
Por tanto, en las primeras elecciones en que me tocó participar, la federal y presidencial de 1994 no voté por el candidato oficial, producto de un proceso de auscultación dudosamente democrático, sino por el hijo de un ex-presidente que desde la izquierda montaba un segundo de tres intentos por regresar a Los Pinos –hoy convertido en parque cultural- precisamente como inquilino con plenos derechos pues ya lo había sido como un infante revolucionario en 1934. Mi voto constituyó la opción menos reaccionaria aunque confieso que en mi círculo de amistades de la universidad jesuita a la que asistía en aquel entonces solamente una persona supo que la intención de mi voto no fue para un abogado de barbas crecidas y apodo –y genio- corto. Sobra decir que mi voto no triunfó y ya sabemos el resultado de esa votación. La historia política del país pienso que evaluará correctamente al doctor Zedillo como digno representante de la última camada de priistas que triunfaron en su ascenso a la primera magistratura del país. ¿Fui más o menos mexicano que la mayoría que votó por no cambiar las estructuras y patrones dictados por el villano favorito?
En las dos posteriores elecciones presidenciales fui parte de la mayoría ganadora al votar por el candidato triunfador pero en las dos que subsiguientes no. Insisto, ¿la identidad nacional, entendida aquí bajo su acepción personal, fue trastocada por mi elección de candidatos? No lo creo.
Resultó folclórico acudir a reuniones después de sortear el colorido de las tiendas de campaña apostadas, entre julio y septiembre del año 2006, a lo largo de Paseo de la Reforma cuyos moradores se empecinaron –y empecinan ahora desde Palacio Nacional- en gritar ¡fraude electoral!23 ¿Fueron más mexicanos que yo? ¿Asimilaron de mejor manera la identidad nacional –real o imaginaria, criolla o autóctona- que yo que no me instalé meses enteros en el antiguo Paseo de la Emperatriz?
Al final de cuentas, ¿qué sé yo de México y de su identidad? Producto de una transculturación congénita desde que un húngaro berlinés cruzó el océano Atlántico para conocer los vestigios de la grandiosa cultura maya –y de paso casarse con una yucateca, ¡bendito mestizaje!24– y, más recientemente, cuando, después de que sabiamente decidieran que el mundo agringado que les esperaba a sus hijos iba a dificultarles su paso sin que tuvieran un dominio pleno y natural del inglés, emprendimos una migración de cinco años a la región anglosajona de San Antonio, Texas 25. México, como bien dicen, se lleva en la sangre y la parte tapial de mi apelativo me salvó de una auténtica rechifla cuando regresé a México con todo y acento al hablar la lengua original de nuestros padres.
La identidad nacional, en este sentido, es personal y cada individuo debe hacerse una idea sobre lo que significa la mexicanidad.26 Creo que el común denominador es la unidad cultural y lingüística, más allá de los tres tradicionales elementos de cualquier estado.
Población, territorio y gobierno son componentes externos que reflejan una idea más profunda y viva: la nación, en este caso mexicana, es anterior al estado mexicano –actual o pasado- y a su estructura jurídica. Las relaciones interestatales suponen la existencia de sujetos de derechos internacional público, que no siempre son estados, para su correcto funcionamiento; sin embargo, por ejemplo, el hecho de que Belice sea reconocida como tal desde 1981 y ya no como Honduras Británica, no puede decirse que la nación beliceña en sí no existía antes de su emancipación –a medias- del Reino Unido.
De esta manera, al extrapolar la experiencia de nuestros vecinos limítrofes sureños podemos dilucidar cuatro premisas.
La primera, que la identidad nacional, si bien puede pasar por la independencia de otra nación o estado en su esfera interna, no depende de la independencia.
En segundo plano, la identidad nacional la componen factores propios de la sociología, la geografía y la lingüística. Igualmente, la presencia de ciudadanos coterráneos que reconozcan las mismas autoridades auto-impuestas y que hablen el mismo idioma resulta esencial aunque no indispensable.
Como tercera premisa, la identidad debe ser común a un grupo más o menos definido a lo largo y ancho del territorio compartido; es decir, el hecho de que en México haya muchas naciones, reconocidas constitucionalmente en nuestro artículo segundo, no significa que existan muchas identidades nacionales.27
La identidad nacional, en este sentido, es personal y cada individuo debe hacerse una idea sobre lo que significa la mexicanidad.
En cuanto a la cuarta premisa, la identidad nacional rebasa el plano teórico puesto que la realidad de un país enfrenta y desdibuja constantemente las concepciones que preocuparon a generaciones de escritores durante el siglo pasado.
Nuestra identidad, por tanto, no es el exclusivo resultado del trágico encuentro de dos mundos acaecido hace algunos ayeres 28. Esta concepción, hecha popular a partir de que apareció El Laberinto de la Soledad de Paz, allá por el año 1950 y difundida mayormente a partir de una edición más completa hecha aproximadamente nueve años después29 no aborda la riqueza mexicana producto de encuentros más felices que el original. Las segundas partes o intervenciones –y revoluciones- en nuestro querido país no siempre han sido malas.
México mas que tragedia es comedia y vemos cómo nuestra identidad, desde la independencia, formalmente hablando, hasta el estado complejo que alberga en nuestro días a miles de leyes, burocracias y a millones de ciudadanos se regocija de vez en vez cuando busca de manera consciente trascender, ¿porqué no?, en el género de la novela histórica.
Parte de la comedia mexicana es precisamente resultado de la cercanía, geográfica mas no psíquica, con Estados Unidos. Vemos como, en el campo de la literatura, desde La Muerte de Artemio Cruz y Gringo Viejo de Fuentes 30, por citar ejemplos posrevolucionarios medianamente contemporáneos y con la gestación, promulgación y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, hoy Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, en el campo de la política, el tema de la cercanía o distancia ha sido objeto de constantes discusiones y revisiones.
Celebro que México empezó hace veinticinco años a explotar de manera franca su cercanía en el plano económico y, aunque una zona irrestricta de libre comercio no es ni ha sido la panacea para la región, por lo menos nos ha permitido enfrentar al mundo actual del siglo veintiuno, con marcada hegemonía europea, de una manera más o menos coherente; es decir, con producción regional equiparable a la generada por países miembros de la Unión Europea –embrión de los Estados Unidos de Europa- y también aquellas pertenecientes a los diversos bloques comerciales asiáticos.31
Para hablar de integración se requiere analizar primero el concepto de unidad. La unidad nacional es parte indispensable en la ecuación de todo esfuerzo serio, en contrapunto al presente ensayo, por tratar de dilucidar y comprender al país que a doscientos diez años de distancia ha agraciado las páginas de la historia como aquella nación más recordada por su glorioso pasado que su incierto presente, mas por sus pirámides – de diversa forma, geografía, uso y disposición- y sus traiciones que por sus modernos rascacielos y lealtades.
México lamentablemente se ha tomado muy en serio el viejo adagio político: que hablen sobre ti, aunque hablen mal, pero que hablen.
No nos debe interesar ser mediocres o, a la Juárez ¿o López?, vivir solamente en la honrada medianía que proporciona un sueldo burocrático, sino que nos debe interesar trascender. Debemos aspirar a cumplir nuestras metas y sueños porque en la medida de su realización la nación, que a la postre es la suma de sus habitantes, será igualmente más feliz y plena. ¡Qué país de desdichados, ingratos e infelices debemos ser si miramos nuestra lastimosa realidad! ¿México para los mexicanos? Habrá que anteponernos, no tanto porque la esencia de la identidad nacional nos lo exige sino porque reconocemos nuestras limitaciones y la necesidad de que Dios ayude y guíe a la impuntual empresa mexicana.
Inexplicablemente siguen vigentes, por lo menos en México y muy probablemente en el resto del continente -no obstante la actual era de la información y acortamiento de distancias e ignorancias-, las palabras de don Alfonso Reyes 32: “[…] Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente […]” 33; sin embargo, no todo está perdido puesto que el país y más precisamente la identidad nacional han dejado de ser objeto de estudio de laboratorio sino que ha asumido su papel como sujeto de su propia actuación histórica.
México a lo largo de doscientos años de existencia republicana e independiente, las más de las veces en papel y más recientemente en la práctica, ha demostrado que quiere seguir siendo invitado, y no de piedra, a los banquetes de la civilización. No necesariamente el que llega primero come mejor ni tampoco se la pasa mejor, cuenta las mejores anécdotas o los mejores chistes. En las más de las ocasiones el que llega tarde, con puntualidad mexicana para los puristas, hace de su arribo una entrada triunfal. No se sentará en la cabecera pero por lo menos no tendrá que pagar toda la cuenta.
Se reconoce y recuerda que México, en efecto, existe. No como actor de reparto sino como protagonista de su propio devenir. Debemos evitar, más allá de fobias privatizadores, que su patrimonio esencial no sea entonces entregado o vendido al mejor postor, al imperio más poderoso -o más cercano- ni a causas supuestamente populares que empobrezcan más el abatido, mas no derrotado, espíritu mexicano; por esto, ni México ni su identidad ni sus ciudadanos deben ser considerados como botín de reparto.
La identidad nacional es el resultado de siglos de gestación. Otros pueblos de la tierra reconocen a la mexicanidad como diferente y singular frente a su propia identidad. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos pertenecientes a la nación mexicana nutrirla y heredarla a las generaciones futuras de mexicanos para que se deje de voltear al extranjero ya no digamos como un entorno de educación superior o de especialización sino una vivencia perenne más recomendable.
Autores anglosajones han sido más rápidos y sinceros en reconocer que México es el espacio del mito, de la ficción y el lugar de sueños que los propios mexicanos que nos ha tocado vivir en este bendito territorio.34 Esta concepción, insisto, debe cambiar puesto que será el suelo que pisen mis hijos y los hijos de mis hijos y no quiero que su identidad sea motivo de vergüenza o ridiculización sino más bien de orgullo y admiración.
Entrañable a nuestra identidad nacional resulta la conformación de nuestra mentalidad. En apoyo a lo anterior, conviene citar al filósofo italiano, naturalizado estadounidense, Patrick Romanell 35 quien ofreció un esquema de diferenciación entre las actitudes angloamericanas y las iberoamericanas. ¿Verdaderamente empleamos una filosofía del fracaso en lugar de una de éxito? ¿Acudimos presurosos a la cita que tenemos con nuestra propia muerte, como nación, como país? Lejos de pretender justificar o negar actitudes que han marcado a nuestra identidad, creo necesario explayar la incidencia de los factores conocidos de nuestra idiosincrasia.
La identidad nacional no puede aislarse, ni siquiera cuando es homenajeada por cumplir un significativo onomástico o bien se conmemore un siglo de guerra intestina, sino que debe reconocerse en la pluralidad social en la que surgió, se desarrolló, se convulsionó y actualmente se desenvuelve.
México si bien es producto de conocimientos fortuitos, interacciones diplomáticas y enfrentamientos bélicos también es el feliz resultado de un mestizaje fecundo y único entre lo español y lo azteca, entre el castellano y el náhuatl. Un matrimonio por conveniencia entre el naciente imperio español y el debilitado imperio azteca.36 México y su identidad, son obra de la voluntad de los mexicanos, tanto primeros como postreros, y no producto del destino caprichoso o del devenir del tiempo, sea desde su óptica cíclica, como lo entendían los primeros pobladores mesoamericanos, o lineal, según el entendimiento occidental generalmente aceptado.37
Esta dicotomía fundamental entre lo español y lo indio 38 define nuestra historia virreinal, nuestro proceso de independencia y, en menor grado, la revolución hoy centenaria. Hay, en efecto, una fusión pero también hay una cultura vencedora y una cultura vencida. Los valores de ésta quedaron supeditados, para bien o para mal a los valores de aquella, por lo que en esta evidente realidad reside nuestra identidad inicial como nación 39 y nuestro fundamento como país separado pero relacionado con los demás de su clase y condición; es decir, como país miembro de la comunidad de naciones y sujeto propio de derecho internacional público.40
Es nuestra responsabilidad como ciudadanos pertenecientes a la nación mexicana nutrirla y heredarla a las generaciones futuras de mexicanos para que se deje de voltear al extranjero ya no digamos como un entorno de educación superior o de especialización sino una vivencia perenne más recomendable.
En cuanto a la cuarta premisa, la identidad nacional rebasa el plano teórico puesto que la realidad de un país enfrenta y desdibuja constantemente las concepciones que preocuparon a generaciones de escritores durante el siglo pasado.
Nuestra identidad, por tanto, no es el exclusivo resultado del trágico encuentro de dos mundos acaecido hace algunos ayeres 28. Esta concepción, hecha popular a partir de que apareció El Laberinto de la Soledad de Paz, allá por el año 1950 y difundida mayormente a partir de una edición más completa hecha aproximadamente nueve años después29 no aborda la riqueza mexicana producto de encuentros más felices que el original. Las segundas partes o intervenciones –y revoluciones- en nuestro querido país no siempre han sido malas.
México mas que tragedia es comedia y vemos cómo nuestra identidad, desde la independencia, formalmente hablando, hasta el estado complejo que alberga en nuestro días a miles de leyes, burocracias y a millones de ciudadanos se regocija de vez en vez cuando busca de manera consciente trascender, ¿porqué no?, en el género de la novela histórica.
Parte de la comedia mexicana es precisamente resultado de la cercanía, geográfica mas no psíquica, con Estados Unidos. Vemos como, en el campo de la literatura, desde La Muerte de Artemio Cruz y Gringo Viejo de Fuentes 30, por citar ejemplos posrevolucionarios medianamente contemporáneos y con la gestación, promulgación y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, hoy Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, en el campo de la política, el tema de la cercanía o distancia ha sido objeto de constantes discusiones y revisiones.
Celebro que México empezó hace veinticinco años a explotar de manera franca su cercanía en el plano económico y, aunque una zona irrestricta de libre comercio no es ni ha sido la panacea para la región, por lo menos nos ha permitido enfrentar al mundo actual del siglo veintiuno, con marcada hegemonía europea, de una manera más o menos coherente; es decir, con producción regional equiparable a la generada por países miembros de la Unión Europea –embrión de los Estados Unidos de Europa- y también aquellas pertenecientes a los diversos bloques comerciales asiáticos.31
Para hablar de integración se requiere analizar primero el concepto de unidad. La unidad nacional es parte indispensable en la ecuación de todo esfuerzo serio, en contrapunto al presente ensayo, por tratar de dilucidar y comprender al país que a doscientos diez años de distancia ha agraciado las páginas de la historia como aquella nación más recordada por su glorioso pasado que su incierto presente, mas por sus pirámides – de diversa forma, geografía, uso y disposición- y sus traiciones que por sus modernos rascacielos y lealtades.
México lamentablemente se ha tomado muy en serio el viejo adagio político: que hablen sobre ti, aunque hablen mal, pero que hablen.
No nos debe interesar ser mediocres o, a la Juárez ¿o López?, vivir solamente en la honrada medianía que proporciona un sueldo burocrático, sino que nos debe interesar trascender. Debemos aspirar a cumplir nuestras metas y sueños porque en la medida de su realización la nación, que a la postre es la suma de sus habitantes, será igualmente más feliz y plena. ¡Qué país de desdichados, ingratos e infelices debemos ser si miramos nuestra lastimosa realidad! ¿México para los mexicanos? Habrá que anteponernos, no tanto porque la esencia de la identidad nacional nos lo exige sino porque reconocemos nuestras limitaciones y la necesidad de que Dios ayude y guíe a la impuntual empresa mexicana.
Inexplicablemente siguen vigentes, por lo menos en México y muy probablemente en el resto del continente -no obstante la actual era de la información y acortamiento de distancias e ignorancias-, las palabras de don Alfonso Reyes 32: “[…] Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente […]” 33; sin embargo, no todo está perdido puesto que el país y más precisamente la identidad nacional han dejado de ser objeto de estudio de laboratorio sino que ha asumido su papel como sujeto de su propia actuación histórica.
México a lo largo de doscientos años de existencia republicana e independiente, las más de las veces en papel y más recientemente en la práctica, ha demostrado que quiere seguir siendo invitado, y no de piedra, a los banquetes de la civilización. No necesariamente el que llega primero come mejor ni tampoco se la pasa mejor, cuenta las mejores anécdotas o los mejores chistes. En las más de las ocasiones el que llega tarde, con puntualidad mexicana para los puristas, hace de su arribo una entrada triunfal. No se sentará en la cabecera pero por lo menos no tendrá que pagar toda la cuenta.
Se reconoce y recuerda que México, en efecto, existe. No como actor de reparto sino como protagonista de su propio devenir. Debemos evitar, más allá de fobias privatizadores, que su patrimonio esencial no sea entonces entregado o vendido al mejor postor, al imperio más poderoso -o más cercano- ni a causas supuestamente populares que empobrezcan más el abatido, mas no derrotado, espíritu mexicano; por esto, ni México ni su identidad ni sus ciudadanos deben ser considerados como botín de reparto.
La identidad nacional es el resultado de siglos de gestación. Otros pueblos de la tierra reconocen a la mexicanidad como diferente y singular frente a su propia identidad. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos pertenecientes a la nación mexicana nutrirla y heredarla a las generaciones futuras de mexicanos para que se deje de voltear al extranjero ya no digamos como un entorno de educación superior o de especialización sino una vivencia perenne más recomendable.
Autores anglosajones han sido más rápidos y sinceros en reconocer que México es el espacio del mito, de la ficción y el lugar de sueños que los propios mexicanos que nos ha tocado vivir en este bendito territorio.34 Esta concepción, insisto, debe cambiar puesto que será el suelo que pisen mis hijos y los hijos de mis hijos y no quiero que su identidad sea motivo de vergüenza o ridiculización sino más bien de orgullo y admiración.
Entrañable a nuestra identidad nacional resulta la conformación de nuestra mentalidad. En apoyo a lo anterior, conviene citar al filósofo italiano, naturalizado estadounidense, Patrick Romanell 35 quien ofreció un esquema de diferenciación entre las actitudes angloamericanas y las iberoamericanas. ¿Verdaderamente empleamos una filosofía del fracaso en lugar de una de éxito? ¿Acudimos presurosos a la cita que tenemos con nuestra propia muerte, como nación, como país? Lejos de pretender justificar o negar actitudes que han marcado a nuestra identidad, creo necesario explayar la incidencia de los factores conocidos de nuestra idiosincrasia.
La identidad nacional no puede aislarse, ni siquiera cuando es homenajeada por cumplir un significativo onomástico o bien se conmemore un siglo de guerra intestina, sino que debe reconocerse en la pluralidad social en la que surgió, se desarrolló, se convulsionó y actualmente se desenvuelve.
México si bien es producto de conocimientos fortuitos, interacciones diplomáticas y enfrentamientos bélicos también es el feliz resultado de un mestizaje fecundo y único entre lo español y lo azteca, entre el castellano y el náhuatl. Un matrimonio por conveniencia entre el naciente imperio español y el debilitado imperio azteca.36 México y su identidad, son obra de la voluntad de los mexicanos, tanto primeros como postreros, y no producto del destino caprichoso o del devenir del tiempo, sea desde su óptica cíclica, como lo entendían los primeros pobladores mesoamericanos, o lineal, según el entendimiento occidental generalmente aceptado.37
Esta dicotomía fundamental entre lo español y lo indio 38 define nuestra historia virreinal, nuestro proceso de independencia y, en menor grado, la revolución hoy centenaria. Hay, en efecto, una fusión pero también hay una cultura vencedora y una cultura vencida. Los valores de ésta quedaron supeditados, para bien o para mal a los valores de aquella, por lo que en esta evidente realidad reside nuestra identidad inicial como nación 39 y nuestro fundamento como país separado pero relacionado con los demás de su clase y condición; es decir, como país miembro de la comunidad de naciones y sujeto propio de derecho internacional público.40
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